A 15 años de la muerte de Rodrigo en Berazategui
La figura del cuartetero cordobés, una de las más populares de la música argentina de los últimos años, parece volver a crecer al cumplirse un nuevo aniversasrio del trágico accidente automovilístico que en ese momento lo erigió en mito.
El artista, que encantó a partir de un carisma que paseó sin pausa por la fauna mediática tras alcanzar el éxito masivo, murió el mismo día que Carlos Gardel pero 65 años después. Tras varios años de trabajo en la música y una decena de álbumes editados, Rodrigo llegó al éxito masivo y logró trascender ampliamente las fronteras del género musical en el que se desarrolló.
Desde un puñado de canciones directas y pegadizas que reafirmaron su compromiso con el folclore regional que lo definía,el cantante, dueño de un rostro bello y verde mirada pícara, logró hacerse un lugar propio dentro del peculiar universo de la música bailantera.
«El cuarteto fue muy marginado por los militares y me encanta defenderlo aunque yo no sea el Che Guevara, como también me encanta que tenga su lugar en revista Gente porque eso significa que con el cuarteto pude ganarle a la cumbia», opinó Rodrigo en una charla con Télam en marzo de 2000, antes de la imponente serie de conciertos que ofreció en el estadio porteño Luna Park.
Se transformó en ícono de un estilo marginal que alcanzó el centro de la escena y como los grandes rockeros (Janis Joplin, Curt Cobain y Jimmy Hendrix, entre otros) falleció a los 27 años. Pese a su pose bohemia, más cercana a los desplantes del mundo del rock que a la estética bailantera, Rodrigo también expresó con claridad cuál era su sitio de pertenencia.
A su manera y desde un peculiar estilo artístico, el creador peleó por dignificar los aires de una música popular que desde mediados de los 90 comenzó a estar vinculada a la cumbia y los ritmos tropicales.
En la citada conversación, «El Potro» había precisado: «Tengo una cabeza muy amplia para la música, que no confunde la salsa con el merengue, con la guajira o con el wawancó». «Así como nunca estuve en la bailanta -especificó- para acercarme al rock me falta mucho porque tampoco tengo ganas. Soy consumidor de rocanroll pero no soy un exponente de eso y es muy feo ver una guitarra eléctrica en manos de alguien que no la sepa tocar aunque tenga la plata para comprarla».
Una desgraciada madrugada, tras un recital en el boliche Escándalo, de la localidad bonaerense de City Bell, lo empujó a la muerte sobre la autopista Buenos Aires-La Plata, a la altura de Berazategui. El accidente, en el que también perdió la vida el actor Fernando Olmedo (hijo del genial artista rosarino Alberto Olmedo), precipitó una oleada de devoción popular que Rodrigo Bueno venía sembrando a ritmo de cuarteto.
La noticia corrió con rapidez, generando dolor entre una multitudinaria legión de fanáticos de todo el país que se hicieron tiempo y lugar para despedirlo masivamente en la municipalidad de Lanús y, poco después, convertir la zona de Berazategui en un santuario popular de recordación.
Los homenajes truncos, la utilización de su éxito y una maquinaria comercial dispuesta a explotar cada segundo de una vida agitada, intensa y azarosa, fueron condimentos del final de una figura que alcanzó estatura de fenómeno.
Su fuerte inserción en ese mundo cultural extendido por las márgenes de la vida formal de la música, le permitió llegar directamente a un público que aprendió a venerarlo y valorarlo. Rodrigo supo desenvolverse con soltura y autenticidad frente al desafío mediático de los escenarios televisivos y las primeras planas de las revistas.
Más aún, el cantante hizo uso y abuso de ese poder y su figura reinó en las portadas de los semanarios y se hizo fuerte frente a las cámaras de TV. De algún modo, Rodrigo se afianzó en su desfachatada y candorosa personalidad para pasar sin traumas ni complejos del «underground» cultural al centro de la escena, en un tránsito al que tampoco fueron ajenos otros personajes laterales como su madre Beatriz.
El precio que debió pagar por ese salto, sin embargo, pareció estar ligado a una hiperactividad artística forzada desde su mismo entorno y focalizada en acumular la mayor cantidad de actuaciones en el menor tiempo posible.
La herencia que entregó a sus seguidores y la significación simbólica de su poderosa figura parecieron ser elementos capaces de exceder con creces a las manipulaciones de quienes no querían abandonar el atractivo de un ventajoso negocio. «Yo no soy ni Sandro ni el heredero de `La Mona` porque no soy ningún clonado. Estoy de paso, sé muy bien que ahora el cuarteto es una moda, pero siento que tengo que cumplir con mi parte y hacerlo historia», expresó tres meses antes de una muerte temprana, que le impidió completar el legado.
El tiempo pasó y el hombre de ojos claros que supo ser fenómeno, mito e ídolo de muchos, pasó a ser un recuerdo en el imaginario colectivo de los argentinos que vuelve a aflorar únicamente cuando sus canciones resuenan en las radios o se bailan en las fiestas.
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